Leyenda del Cadejo (Somoto)


Las personas mayores, como nuestros abuelos o tíos, son un cofre de sabiduría. Guardan tantos secretos como leyendas en su corazón.

Yo quiero dar a conocer  tantas historias bonitas que todos vivimos, el miedo, el temor, el espanto a lo que no sabíamos si era verdad o puro cuento, pero que nos alimentaba la pasión por escuchar.

Una noche arrimados al fogón, comenzamos mis primos y yo a preguntar si era verdad esto o aquello.

La noche era obscura y afuera soplaba un viento muy frío, por eso nos habíamos refugiado en la cocina.

La cocina de nuestros pueblos siempre es amplia, bien limpia y nunca está fría, siempre hay calorcito, porque todo el tiempo, desde que amanece el fuego, esta que bulle, como dicen, si las llamas corren y trepita mucho el fuego, es que va a llegar visita, y no sé cómo hacían para saberlo, pero al final resultaba verdad.

El olor a café, los frijoles cocidos, las tortillas recién hechas, la cuajada o el queso guardados en el tapesco o canasta que colgaba del techo, hacían el lugar preferido de las reuniones de familia.

Se vivía de una manera tan sencilla, pero tan bonita que hoy al recordar  nos llena de amor por aquellos recuerdos tan simples pero tan lindos.

Hoy les voy a contar otra de las leyendas que contaba mi tio Polito. Y aunque gracias a Dios él está vivo, ya está viejito y su mente no es la misma.  Decía que un día él  iba para Santa Teresa, un lugar cercano a Somoto, donde vivíamos, pero acostumbraba a madrugar, tanto que llegaba a los lugares donde iba, cuando la gente se estaba levantando, era una manía que tenía con eso de la madrugadera.

Él caminaba con un machete que tenía en su cacha una cruz labrada, para alejar espantos, según él.  Se montaba en un caballo negro, se calaba su sombrero que también lo tenía curado según sus supersticiones  y salía a ver su siembra de frijoles y maíz que era lo que cosechaba. también le gustaba llegar donde los familiares a la hora que estos estaban haciendo el café.

Pues se fue una madrugada y cuenta que la luna está oculta, que había un silencio en el camino que erizaba la piel, no se escuchaba ni un ruido, solo el ligero murmullo del río que cruzaba por un costado de la ciudad, y aunque lejos darle valor, más bien sentía un temor y un frío desconocido que le calaba hasta los huesos.

Los pocoyos salían y se le cruzaban en el camino. Estos animalitos que parecen gallinitas son de mal agüero.

Siguió su ruta e iba pensando en la pasada de la ceiba, un lugar famoso por sus apariciones, quejidos, y sombras. Otras veces él pasaba sin miedo alguno, pero ese día sentía algo raro en el ambiente, era como una premonición de lo que le iba a suceder.

Normalmente, los campesinos no le temen a nada y están acostumbrados a caminar de noche, pero por cualquier eventualidad  van preparados, con su magnífica en la cartera, y oraciones que aprenden desde niños para evitar les hagan daño. Mi tío no era la excepción.

Al fin, por muy despacio que fuera, llegó a la ceiba, un árbol tan frondoso y grueso de ramas copadas y muy altas que si la noche era obscura, él contribuía a que esa pasada fuera tenebrosa.

Si de día causaba su resquemor, imagínense en la noche, árida y solitaria.

Momentitos antes de llegar, por precaución desenfundó su machete y lo cruzó entre el y la bestia, cuando de pronto y de la nada, sale un animalito que el creyó que era un perrito que se había quedado abandonado por el lugar, sin embargo, dice, la cabeza se le creció, le entró un miedo que le castañeaban  los dientes y la bestia  que montaba se trastornó que no quería dar un paso más. Agarra su machete y le da al aire al animalito, que a todo esto había crecido de tamaño y se le abalanzó convertido en un enorme perro negro. Como pudo, volteó él su sombrero y le dio dos sombrerazos rezando una oración de protección, o lo que se acordó de ella,  le tiró dos machetazos y aquel animal enfurecido no ladraba, sino que emitía gemidos de rabia y de impotencia.

Se le tiró encima y lo revolcó bajándolo del caballo y este, emprendiendo la huida, lo dejó solo tirado en el camino.

Ya no supo más. Perdió el conocimiento y fue hasta muchas horas después que al llegar el caballo solo a la casa de los familiares, comprendieron que algo malo había sucedido y salieron a buscarlo, encontrándolo tirado en la tierra,  temblando de miedo, sin habla y con mucho frío.

Este mal rato le dilató muchos días en recuperarse, pues le dio una fiebre muy alta y  un pavor que no quería hablar de lo sucedido.

Pero como a otros ya le había pasado lo mismo, comprendieron que es lo que había vivido y con remedios caseros y baños de hojas lograron curarlo.

El ahora dice que fue el Cadejo malo que lo atacó, que es el mismísimo demonio, que sale en las noches
obscuras y solas a ganar adeptos, porque muchos mueren del corazón.

Existe, dice él, el cadejo blanco, pero que este te protege y te va acompañando todo el camino, hasta tu lugar de destino, donde desaparece en la nada.

Mientras este relato salía a luz, nosotros no queríamos ni movernos, ni ir a tomar agua, ni mucho menos acostarnos,  y mirábamos en la luz de los candiles, sombras fantasmagóricas en forma de perro.

Con el corazón a todo galope, queriéndose salir por la boca, esperábamos que los mayores se levantaran de los taburetes para seguirlos pegados a sus faldas. Estas leyendas siguen vivas a través de los tiempos para deleite terrorífico de nuestros hijos y nietos.

Son las supersticiones de nuestros pueblos y la vivencia del campesino, que nos ayuda a pasar  y recordar momentos agradables y tenebrosos.

®A. M: S. C.

Publicado el 11 de noviembre, 2010 en Nicaragua de mis Recuerdos con permiso de su autora.





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