La leyenda de la muerta



Escrito por Alba Myriam Sánchez Cuadra

    Lo que hoy les voy a relatar no es producto de mi imaginación. Es algo que una vez me platicó mi madre.
Decía que en una clara noche de luna llena, viviendo ella con sus padres en un valle de Somoto, Nicaragua, que se llama El zapote, lugar al que yo le he cantado en mis poemas, era costumbre salir a cualquier hora de la noche al patio, ya sea a jugar, a observar la luna o platicar,  las casas del valle estaban cercanas unas a las otras y casi todos eran familiares, por eso el valle era muy unido, desde la montaña se escuchaba el ruido sordo y seco de las aguas del rio.

    Esa noche estaba más concurrido porque una vecina estaba muy grave y según ellos no pasaría la noche.
Se tiene la creencia en el campo que al amanecer es cuando anda la muerte recogiendo a los que se va a llevar con ella.  La señora, que por cierto era familia nuestra, había sido en toda su vida muy devota del corazón de Jesús, además es el patrón o era en ese tiempo el Rey del valle.

    Ella celebraba con gran pompa las novenas y el día de los corazones, pues había uno en cada casa, los bajaban en procesión hasta la ciudad para que le hicieran su misa, había pólvora y cantos. De esta manera regresaban al valle y continuaba la celebración con los licores propios del campo. Sabores y olores se mezclaban porque además horneaban toda clase de pan, rosquetes, rosquillas, quesadillas, en fin una delicia para el paladar. En este rito religioso no faltaba el baile.

    El día que ella se estaba muriendo, ya tenían preparadas las cosas  para la vela, el infaltable y aromático café,  las gallinas listas en las cocinas y la sopa de frijoles, cigarrillos y cususa.

    Cada muerte era una fiesta, lloraban los familiares cercanos, los demás aprovechaban la ocasión para gozar de una buena comilona.

    Así estaban las cosas, cuando un grupo de mujeres deciden que ya se acerca la media noche y que es hora de seguir rezando por el buen viaje de la moribunda.

    Comienzan el rosario y a medida que van pasando los misterios, la palidez de la ya occisa es palpable, respira entrecortado, no habla desde hace tres días y no come ni bebe desde el mismo tiempo.

    Entre el campesinado de mi tierra, es normal poner al muerto o al que se está muriendo, en la sala de la casa, en una tijera de lona, le ponen velas o candelas a los cuatro costados y  allí se reúnen todos los que quieran verla morir y los rezos y letanías son su luz que alumbra el camino  hacia el más allá.

    Lo único que fallaba en estos menesteres era que no había un médico que certificara la muerte de la persona. Ya el cura había llegado, había hecho su trabajo de regarle agua bendita y se marchaba casi corriendo.

    Ya era casi la una de la madrugada, uno que otro gallo cantaba en la lejanía, un perro ladraba más cerca, y hasta los árboles de jocotes y matasanos, mangos, limones,  y limonarias, estaban sumidos en un sopor repelente, no había una sola brisa, el aire se había ido con el cura seguramente, porque aquel silencio de la noche a pesar de la claridad era tenebroso, no hacía calor, pero estaba fresco, allí siempre hace frío.

    Contaba mi mamá que en ese entonces ella era una joven de unos 18 años, que la habían mandado a repartir café. Ella no supo donde voló la bandeja cuando se escucha un grito y otro, y otro y luego son alaridos de terror, sale la gente corriendo de la sala, los perros comienzan a aullar, los gallos y las gallinas cantaban desaforadas y corrían por todos lados la casi muerta se había sentado en la tijera y estaba con los ojos bien abiertos y la cara desencajada viendo lo que estaba pasando.

    Todo el mundo gritaba, lloraba y corrían hacia sus casas dejando a la moribunda sola.  Al rato se llenaron de valor los hijos y otros familiares y entraron a verla, para entonces ya la muerte había pasado por ella.  La encontraron de nuevo tendida en la tijera y con un rictus de dolor o asombro en su rostro.

    Murió, tal como habían previsto, al amanecer, pero el susto que les dejó, fue o hizo historia en el Zapote.

    Nadie se explicó que fue lo que en realidad la mató, si la verdadera gravedad que tenía o el susto que le provocó verse casi muerta, con los cuatro cirios en sus esquinas, y vestida de blanco, sudario, le decían, con un corazón de Jesús en sus manos.

®A.M.S.C.


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